En el fondo todas tenemos uno. Uno de esos que saben exactamente como hacer que sonrías, que dejes de estar enfadada. Que te prometen un cielo entero. Uno de esos con los que nos da miedo ir rápido, no queremos que sean como todos. Uno de esos que te demuestran que no lo son. Uno de esos que te hacen saltar. Y cuando saltas te da igual todo, no importa lo alto que este ni la caída. No vamos a caer, nos lo prometen. Nos convencen de que saltar no es sinónimo de caer. Pero caemos. Una y otra vez. Acabamos siendo lo que juramos no ser por ellos. Por que todas tenemos uno. Un cabrón. Que es lo que son, no hay vuelta de hoja, son así y punto. Pero nos da igual por que ya es demasiado tarde para cambiar de camino o elegir un desvío. Es tarde, ya saltamos y ahora tenemos la certeza de que no hay ninguna seguridad ante la caída. La caída no es una caída, es encontrártelas al final, listas para recogerte y asegurarte de que la caída no sea tan mala. Ellas. Ellas que te esperan al final siempre y van a tu lado durante todo el camino. Ellas que odian a quién te haga llorar. Ellas silenciosas consejeras a gritos del viaje que haces, de los saltos que das y los tropiezos que nunca se olvidan. Y es entonces cuando sonríes, coges impulso y vuelves a saltar a repetir el proceso, con miedo y con la única certeza de que la caída no es tan mala como la pintan. Siempre hay alguien que espera pintarla distinta para ti. Y duele, por que siempre duele. Saltes antes o después, duele. El tiempo sirve de poco en cuestiones de caídas y cabrones. Por que en una milésima de segundo puedes volver a caer por el mismo, lo mismo pero esta vez sabiendo que tú eres distinta.
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